lE número de personas en el mundo que se ven obligados a abandonar su país de origen está aumentando significativamente, debido a los crecientes desafíos por las guerras, el cambio climático, la pobreza, la inseguridad alimentaria y la violencia de género. A finales de 2021 había 89,3 millones de migrantes forzados a escala mundial, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). En América Latina, este flujo se ha incrementado desde 2015 en más de 6 millones a causa de venezolanos que huyen a países vecinos. La mitad son mujeres y niñas.
En este contexto, ha habido una “feminización” de la migración forzada. Las mujeres y niñas que viajan sin cónyuges o parientes varones, o que se ven forzadas a migrar por motivos relacionados con riesgos, debido a su género, representan un porcentaje cada vez mayor. Las experiencias vividas por las mujeres y niñas desplazadas están inherentemente vinculadas a situaciones de inseguridad que afectan su salud y salud sexual y reproductiva.
Las mujeres constituyen casi la mitad de los 272 millones de migrantes del mundo y el 48% de todos los refugiados, de acuerdo con la Organización Internacional para las Migraciones. En América Latina y el Caribe, representan algo más de la mitad de todos los migrantes.
Las mujeres son casi la mitad de los 272 millones de migrantes del mundo
La migración intrarregional se ha feminizado principalmente debido al gran flujo de migrantes de Venezuela. Si bien la crítica situación del país afectó a la población en general, repercutió de manera desproporcionada a mujeres y niñas. Por ejemplo, la escasez de alimentos tiene un efecto particularmente adverso en las mujeres cuidadoras y cabezas de familia, quienes a menudo son responsables de alimentar a los niños y de cuidar a los ancianos. Según la ACNUR, hay altas tasas de desnutrición entre las mujeres embarazadas en los barrios pobres y un aumento pronunciado de las tasas de mortalidad infantil y materna.
Además, la fuerte disminución de la infraestructura médica perjudicó a las mujeres en edad fértil por la falta de métodos anticonceptivos. Esto, junto con el declive de la infraestructura médica, impulsó el alza de las enfermedades de transmisión sexual, en particular el VIH, el incremento de las tasas de mortalidad materna, el riesgo de embarazos no deseados y los abortos inseguros. El deterioro de los hospitales y las clínicas de maternidad también condujo a una atención prenatal y posnatal limitada. Según Amnistía Internacional (2018), entre 2015 y 2016 las muertes maternas se incrementaron un 65%, y la mortalidad infantil, un 30%.
Venezuela no solo tiene las tasas de mortalidad materna más altas de la región, sino que el 13% de ellas se debe a abortos inseguros. Estas razones explican la feminización de la migración en América Latina.
Generalmente, los desplazamientos forzados exacerban las vulnerabilidades y los riesgos entre las mujeres y las niñas. Las migrantes forzadas están expuestas, en lo particular, a riesgos de explotación, violencia sexual y conductas sexuales de riesgo para su supervivencia (económica), lo que lleva a un número creciente de embarazos no deseados, VIH, infecciones de transmisión sexual, muerte materna y precariedad generalizada.
Por lo general, los riesgos y necesidades de los desplazados no son neutrales al género, y los sistemas de protección deben responder de acuerdo a esas necesidades y derechos de género. Sin embargo, muchos países receptores son ambiguos en la gobernanza y la responsabilidad, incluso, por medio de la criminalización o estigmatización de las mujeres desplazadas y, como consecuencia, reproducen las desigualdades de género.
Brasil es un caso paradigmático porque tiene una larga y única historia de política migratoria y de protección de migrantes y refugiados. En 2019, tres años después de una importante afluencia de venezolanos a Brasil, el Gobierno clasificó a Venezuela como un país en situación de “violación grave y generalizada de los derechos humanos”. Esto permitió que los venezolanos fueran reconocidos como refugiados y, como resultado, disfrutaran de los correspondientes derechos de protección. En ese contexto, se estableció la Operación Acogida en 2018, un programa humanitario esencial para proporcionar orden, refugio y atención sanitaria.
A pesar de estos impresionantes logros, las brechas de protección arriesgan descarrilar los avances y, más aún, reproducir violaciones de los derechos humanos de muchas migrantes venezolanas. La primera brecha es la de las políticas fronterizas, de vigilancia y la militarización que ha empujado a muchas mujeres a utilizar vías irregulares como cruce fronterizo alternativo por temor al maltrato o a la deportación. Esto se ha intensificado desde tiempos de la COVID-19.
Muchas mujeres que ingresan al país por medios irregulares se vuelven indocumentadas, invisibles y con dificultades para acceder a sistemas de protección, e información sobre la documentación, albergues y al sistema universal de salud. Si las mujeres y niñas migrantes se vuelven invisibles, caen en las grietas de un sistema que privilegia a quienes ingresan por la “puerta grande” oficial, lo que aumenta la dependencia en trabajos informales, explotación y relaciones abusivas.
El tiempo es otro factor que crea o incrementa situaciones de riesgo, impotencia e indignidad para las mujeres y niñas migrantes. Por ejemplo, el tiempo en la calle a la espera de ser albergadas, para recibir información y documentación, para ser regularizadas, para encontrar un trabajo, para la atención médica o en la calle cuando deben abandonar los albergues nocturnos.