Si creyéramos que el centimetraje o los minutos televisivos destinados a temas de criminalidad o laborales vinculados a inmigrantes en los medios masivos de América Latina están ligados a su volumen real, sería para convencerse de que vivimos una era de migraciones gigantescas.
Nada más alejado de lo real. Si se exceptúa la sangría constante, muchas veces desesperada, de hondureños, guatemaltecos, salvadoreños y haitianos hacia los Estados Unidos, pocos latinoamericanos se están moviendo de un país a otro. Es más, pocas naciones al sur del Río Bravo reciben migración externa a la región. Lo cual no deja de ser llamativo, luego de que ella viviera un boom de crecimiento inusual por su extensión.
Así se desprende de un trabajo de Pew Research (ver cuadro).
Sin duda, el caso más llamativo es el de Brasil, que el año pasado tenía menos inmigrantes que en 1990, siendo el total una cantidad ínfima para su población. Algo parecido ocurre con el Perú, país que, pese a la bonanza de cerca de una década, apenas tiene 90.000 nacidos en el extranjero viviendo en su territorio (70.000 en 1990). Por el contrario, sus dos vecinos, Ecuador y Chile, pertenecen al club de los más dinámicos. El primero casi ha quintuplicado el número de inmigrantes (290.000), y el segundo también. Algo dice que haya dos veces más peruanos en Chile que el total de extranjeros residentes en el Perú.
Una cosa parecida ocurre entre Colombia y Venezuela. Mientras que 90.000 venezolanos habitan en el primero, diez veces más, 970.000 colombianos se mudaron al segundo. El mismo fenómeno emerge entre Costa Rica y Nicaragua. En el último viven cerca de 10.000 costarricenses, mientras en el primero hay 300.000 nicaraguenses.
Finalmente, el país más generoso con sus vecinos sigue siendo Argentina: 680.000 paraguayos, 420.00 bolivianos, 210.000 chilenos y 200.000 peruanos viven en él. A eso se suman 150.000 italianos y 100.000 españoles, entre otros. El único, aunque pequeño, melting pot en serio.