Ser un niño en Latinoamérica es cada vez más difícil. Los flujos migratorios y la necesidad de migrar, las secuelas del cambio climático y de la pandemia no permiten a los más pequeños disfrutar de su infancia. En la región más desigual del mundo, las brechas son cada vez más hondas y las consecuencias nada halagüeñas. Unicef estima que 16,5 millones de niños, niñas y adolescentes necesitarán ayuda humanitaria en América Latina y el Caribe en el recién estrenado 2023. “Esta generación tendrá un 12% menos de ingresos de lo que se preveía antes de estos años tan difíciles”, explica Sussana Urbano, asesora senior de Educación en Emergencias para el continente en Save the Children. “Se dice mucho que la niñez es el futuro, pero no se hace mucho por ellos en el presente”.
Los efectos de la migración es lo que más preocupa a los expertos. Esta es la zona del mundo que más presión migratoria ha sufrido, a excepción de las áreas en conflicto. Para Laurent Duvillier, jefe regional de comunicación de Unicef, lo peor es que no hay elementos que indiquen que este año van a mejorar: “Estamos ante flujos migratorios muy diferentes a los de hace una década, de gente que había emigrado hace años y estaba estable, pero vuelve a salir ahora, de una movilidad mucho más peligrosa y con más niños a cargo… Esto evidencia la creciente desesperación de la gente. Aunque es una decisión personal, para la mayoría no es una opción. Salen porque quedarse es sinónimo de muerte”.
Durante el año fiscal 2022, los agentes fronterizos de Estados Unidos encontraron casi 2,4 millones de migrantes en la frontera entre Estados Unidos y México, lo que supone un aumento del 37% en comparación con los 1,7 millones de 2021, según datos de la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA). Y al menos 850 personas murieron intentándolo. “Tenemos que prepararnos para más migraciones porque las raíces de las mismas no han cambiado”, añade Duvillier.
Entre enero y octubre de 2022, casi 32.000 niños y niñas atravesaron la peligrosa selva del Darién, entre Colombia y Panamá, donde los retos son innumerables. Durante el camino, a menudo se interrumpe el acceso a los servicios esenciales como la educación o la sanidad y suelen estar expuestos a un sinfín de amenazas y discriminación. La dependencia de millones de menores de la ayuda humanitaria perpetúa la incertidumbre y la intermitencia en un momento de la vida en la que es imprescindible la seguridad y la estabilidad. Es por ello que Cecilia Llambi, experta en educación de CAF-banco de desarrollo de América Latina, habla también del impacto psicológico: “Será más notorio en unos años, pero la salud mental de estos chicos está siendo claramente alterada”.
Aquí, además, la exposición a las catástrofes naturales, como terremotos, huracanes, inundaciones y sequías es mucho mayor que en otros rincones del planeta. Casi 1,5 millones de menores se vieron afectados directamente por estas emergencias en 2022.
Otra de las enormes patas que sostiene la desigualdad es la pandemia, que ninguna familia vulnerable se atreve a conjugar aún en pasado. Latinoamérica y el Caribe fue la región del mundo que más tardó en volver a las escuelas. Y aún hoy hay 743.000 de niños que siguen estudiando desde casa. Según Save the Children, solo 29 de los 46 países latinos cuentan con un sistema presencial al 100%. Brasil, Guatemala, Honduras, Belice y México son algunos de los que mantienen un modelo híbrido, que perjudica a los más vulnerables. Para los pequeños que viven en las zonas rurales a las que no llega la luz o no tienen dispositivos electrónicos la semipresencialidad se traduce en menos horas de clase y de peor calidad. Para la mayoría, también es la antesala del trabajo infantil.
Urbano, de Save the Children, se niega a usar el término “deserción escolar”. “Es exclusión social, no deserción. Los niños quieren seguir estudiando, pero los Estados no son capaces de mantenerlos allá”.
Antes de la covid, 8,2 millones de niños entre 5 y 17 años trabajaban. Se calcula que al menos 326.000 se pueden haber incorporado en los últimos dos años. El Banco Mundial estima que el retroceso en la precaria, intermitente o nula educación de esta generación es un paso hacia atrás de una década.
Este mismo organismo creó el medidor del balance de la pobreza educativa en el que evalúa la comprensión lectora de un texto sencillo en niños de 10 años. El 57% de los entrevistados antes de la pandemia ya tenía dificultades para comprenderlo. Apenas dos años después, el porcentaje se elevó al 70%. “La covid-19 desnudó una realidad que ya venía de antes. Lo que hizo fue quitar la cortina y ahondar las desigualdades”, explica Urbano.
Llambi, de CAF, habla de cinco medidas fundamentales para empezar a revertir la situación, incidiendo en que los resultados no serán inmediatos, pero sí “urgentes”. Hace falta crear un sistema de alertas tempranas para identificar a los niños más vulnerables, una mayor coordinación interinstitucional para trabajar en pro de objetivos comunes, invertir en tecnología desde un enfoque integral, una mejor infraestructura escolar y prestar atención a las demandas socioemocionales.
“Es la única forma de cerrar los círculos de pobreza tan presentes en el continente. Si no se toman medidas, seguiremos condenando a la exclusión a los de siempre: niños rurales, indígenas, afrodescendientes y/o pequeños con discapacidad”, critica. “Los que quedan fuera son siempre los mismos”.