Unos 40 migrantes avanzan en grupo hacia un paso ilegal en la frontera de Venezuela con Colombia, primera escala de un viaje sin visa hacia Estados Unidos en una odisea a pie que incluirá al peligroso Tapón del Darién.
«El temor a veces se olvida para poder obtener cosas mejores en la vida», dice a la AFP Eiden Serrada, un joven de 18 años de edad en el pelotón, consciente de casos de muertes, desapariciones y abusos en el pasaje selvático de 266 km entre Colombia y Panamá, cada vez más atractivo para los venezolanos.
Este cruce, según la Organización Internacional para las Migraciones, fue atravesado por unos 28.000 venezolanos en el primer semestre de 2022, salto gigantesco en comparación con los poco más de 2.800 que lo hicieron en 2021.
Cerca de la trocha, como llaman en la zona a los senderos limítrofes ilegales, Venezuela y Colombia reabrían la frontera a vehículos de carga tras restablecer relaciones diplomáticas.
Pero nada cambia para los caminantes.
Un registro del Observatorio de Investigaciones Sociales en Frontera estima que apenas 1% tiene pasaporte, documento que cuesta 200 dólares, así que no pueden emplear cruces formales.
Más de seis millones de venezolanos han migrado desde 2015 por una crisis económica sin precedentes, calcula la ONU, aunque el gobierno de Nicolás Maduro desestima ese número.
El fenómeno de los migrantes a pie surgió con fuerza en 2017, con rutas a otros países de América Latina en principio, pero Estados Unidos ha pasado a ser destino cotizado.
Los venezolanos, de hecho, quedaron atrapados en la batalla política en ese país, con gobernadores republicanos enviando a miles de migrantes a bastiones demócratas para protestar contra la política del presidente Joe Biden, acusado de haber convertido a la frontera en un colador sin control.
De «un día para otro», Jonathan Gil empezó a caminar.
«Necesitaba comprarle comida a mi mamá y como no me vi con plata, me sentí mal, y le dije: ‘Mami, yo me voy a Estados Unidos y cuando esté allá le mando todo lo que necesite'», relata a la AFP este exmilitar de 24 años, en la carretera hacia la fronteriza población de San Antonio, estado Táchira).
Jonathan salió seis días antes a pie desde El Tocuyo, un pueblo a unos 600 km, con su pareja, un amigo y un chico de 15 años. Andan en chancletas, con pequeños morrales, y llevan un perro.
Horas después paran en un albergue de migrantes en San Antonio, administrado por la católica Diócesis de San Cristóbal y la OIM en un proyecto nacido en 2018. Allí tienen comida y cama… al menos una noche.
Con 19 literas y dos corralitos para bebés, el refugio recibe a los migrantes, a quienes dan pastillas potabilizadoras, jabón, protector solar y otros artículos que les ayudarán en la ruta; charlas sobre mecanismos de protección y organizaciones internacionales que pueden asistirles; y asesoría legal.