Carolina Pareja todavía no decide cuál infierno elegir: si su natal Venezuela, donde vive bajo los rigores de una escasez que la ha obligado hasta a pasar semanas enteras solo a punta de lentejas; o Colombia, donde estuvo cuatro años e igual se veía en la disyuntiva de proveerse un bocado de comida o pagar el alquiler y la luz.
Esa paradoja es la misma que entraría a jugar dentro de la proyección del gobierno colombiano de que al restablecer las relaciones comerciales y políticas con su vecino, los 2’480.000 venezolanos asentados en su territorio retornen al hogar original, obteniendo un gana-gana, pues para ellos significaría el restablecimiento de sus proyectos de vida y a Colombia le disminuiría la presión sobre servicios como salud, educación y vivienda.
(Siga leyendo: ¿Cómo será la reapertura de la frontera colombo-venezolana?).
El restablecimiento de los lazos diplomáticos entre Caracas y Bogotá comenzó a darse casi inmediatamente se posesionó el presidente Gustavo Petro. Hasta ahora se han dado pasos como la reapertura de las embajadas en las dos capitales y las sedes consulares.
Un paso adicional y definitivo es el restablecimiento del flujo comercial y de personas que se iniciará este lunes con la apertura del puente Simón Bolívar que marca la frontera entre las dos naciones.
Sin embargo, la pregunta que muchos se hacen es qué tantos migrantes y refugiados estarán dispuestos a devolverse a Venezuela, pues si bien allí la mayoría de los bienes de consumo se exhiben ya en los anaqueles de supermercados que antes lucían vacíos, solo los pueden comprar los pocos privilegiados de una economía sometida a una dolarización no declarada oficialmente.
Acnur, la agencia de la ONU que atiende a los refugiados, no se atreve a vaticinar el impacto de las nuevas medidas estatales en la repatriación, aunque sí resalta que será algo positivo tanto para los colombianos que viven en Venezuela como para los venezolanos de este lado del río Orinoco.
En todo caso, expertos y testimonios de migrantes dan a entender que el retorno no será tan automático como lo dicte un decreto. Todo dependería de circunstancias particulares como la integración que hayan logrado cada familia de venezolanos en suelo colombiano, su arraigo, la situación económica actual y las perspectivas que vea de obtener algún beneficio al volver.
Para la muestra un botón: Carolina Pareja. Desde su casa en la periferia de Caracas le contó a EL COLOMBIANO cómo migró en 2014, de 26 años, cuando su país pasaba ya de las “vacas flacas” a las “vacas famélicas”. Para comprar una libra de azúcar, un kilo de arroz o una bolsa de harina pan tocaba gastarse días enteros haciendo colas. El pan y los huevos eran producto de lujo, y ni qué decir de los embutidos que se convirtieron en un gusto solo posible para los más adinerados.
Ella y su familia llegaron a pasar semanas enteras a punta de lentejas o yuca, que era lo que medio se conseguía y hasta se vieron conminados alguna vez a calmar el hambre con una dieta exclusiva de mangos.
La primera estación de su periplo fue Quito. Ganaba el diario en negocios de comidas rápidas, cafeterías y pastelerías, pero vino la separación de su pareja, con que había emprendido esa aventura, y a la vez escasearon las oportunidades laborales. Era 2017 y la opción más viable era trasladarse a Medellín, aprovechando que no le era del todo extraña porque sus abuelos y padres son de esta ciudad, tiene una tía viviendo en esta capital y además solía venir de niña a vacacionar.
Para ganarse la vida, laboró en una tienda de maquillaje de Envigado, hasta que la cerraron; en una droguería, otra tienda de maquillaje y una empresa de cosméticos. Cuando se le acabó el último contrato, ya estaba con su pareja actual, Jesús González, otro venezolano, y optó por montar su propio negocio, depilando cejas y pestañas.
esús no lo relata como un cuento de terror sino como algo normal —y tal vez por eso impresiona más— pero hubo días en que solo se podía comer “arroz con arroz” porque la mayor parte de lo que ganaba se iba en el arriendo y el pago de servicios.
El presidente de la Colonia de Venezolanos en Colombia (Colvenz), Arles Pereda, da en el clavo en el sentido de que aunque un porcentaje alto de los migrantes tienen un nivel de estudios aceptable porque en Venezuela la educación es casi gratuita, se han incorporado a la economía informal o les toca ejercer oficios mal pagos. Adicionalmente, perciben con desazón que mientras en su país la mayoría cuentan con vivienda y pagan tarifas exiguas por los servicios públicos, acá estos les demandan casi todos sus ingresos. Por lo tanto, la mayoría no logra costearse una vida cómoda. Esa sería una razón para que quieran volver a Venezuela. Es más, muchos ya lo han hecho, aunque nadie sabe a ciencia cierta cuál es el número de venezolanos repatriados por su cuenta.
Aventón a Caracas
En mayo pasado Carolina y Jesús aprovecharon que un conocido iba para Caracas y les podía ayudar a sortear el paso de las trochas fronterizas para llegar seguros a Caracas.
¿Algo ha mejorado?. “La verdad, no —contesta ella, ahora en su casa de las goteras de esa capital—, pero por lo menos no pagamos arriendo porque estamos en la casa de mi mamá, y la energía y el agua son casi gratis. Los tres nos dedicamos a las ventas; él va por unas zonas y nosotras por otras; normalmente si uno no vende, el otro hace algo, pero a veces la vemos negra”, asegura Carolina.
El presidente de Colvenz sostiene que con seguridad, al abrirse las sedes consulares le tendrán que dar prioridad a superar el atraso en materia de documentación —pasaportes, registros civiles, trámites de nacionalidad, fe de vida para personas de tercera edad o poderes para venta de propiedades, por ejemplo— que es muy alto, antes de emprender cualquier proyecto, como un posible plan retorno. Y en todo caso, hasta ahora ningún funcionario ni diplomático los ha contactado para hablar de garantías para que los connacionales vuelvan a casa.
En su concepto, ese retorno no se daría con el ímpetu de una marea a partir de las medidas que tomen los gobiernos. La primera razón es que muchos migrantes han generado arraigo en Colombia, su lugar de acogida, bien porque ya tenían familiares acá o porque parieron hijos en el nuevo terruño.
En su caso, por ejemplo, la mamá de Arles es paisa y había emigrado a Venezuela en busca de oportunidades durante la petrobonanza de la década de 1970. Todo iba bien hasta 2004, cuando se conjugó una “tormenta perfecta” con los primeros brotes de inseguridad e inestabilidad política dentro del régimen chavista, junto con un desastre natural en Maracay (a 40 minutos de la capital del país) que los afectó y decidieron venirse, padre, madre y cinco hijos. “Vendimos todo porque la intención era no volver”, dice, y su postura sigue siendo la misma, en tanto todos ya están ubicados laboralmente.
Pereda conoce otros casos en los cuales gente quiere ir a Venezuela solo a visitar a sus familias o a poner un negocio para que algún allegado lo opere, pero sin permanecer allá. “No se sueltan totalmente de Medellín porque es una ciudad que los recibió muy bien”, apunta.
De todas maneras considera que la reapertura de los pasos legales por los puentes internacionales Simón Bolívar, Francisco de Paula Santander y Tienditas, en Cúcuta, serían un incentivo, pero es muy probable que la gente vuelva por sus propios medios, en vez de acogerse a un retorno asistido y reglamentado.
La única experiencia de retorno colectivo de esta ola migratoria que completa alrededor de una década se vivió en los tiempos más difíciles de la pandemia por el covid-19. Miles de venezolanos que no contaban con una red de apoyo en Colombia quedaron desamparados, incluso en la calle y aguantando necesidades. Ciudades como Bogotá, Cali y Medellín dispusieron de buses para llevar gente hasta la frontera y que siguieran su camino. De acuerdo con datos de Migración Colombia, en total, hasta agosto de 2020, se fletaron 1.200 buses y en ellos se subieron 100.000 personas. Pero de acuerdo con Pereda, el 90% dieron la media vuelta después.
Una razón de más para no esperar un retorno mayoritario a Venezuela es la tendencia normal en casos de movilidad humana. En su informe de 2021, la agencia de la ONU para las migraciones (Acnur) muestra que el promedio de personas que se desplazan entre países de manera forzosa y que tienen intención de volver se ubica entre una tercera parte y el 50%. La determinación en ese sentido no depende solo de la voluntad individual sino del compromiso de los estados y organismos humanitarios por garantizar un retorno bajo condiciones de estabilidad política y oportunidades económicas para tener una vida digna y en seguridad, aspectos que por lo pronto no son tan claros allá.
No obstante, lo claro para Pereda, es que demasiados compatriotas que están pensando en regresar, lo harían porque en el extranjero no hallaron el paraíso y otros impulsados por el espejismo de que la economía venezolana es más solvente a partir del repunte del precio internacional del petróleo y del flujo de los billetes del Tío Sam.
Esta última situación ha puesto dos escenarios: el de la Venezuela de los que tienen familiares en el extranjero y pueden acceder a los bienes de consumo a punta de remesas en moneda dura, y la Venezuela de los asalariados y rebuscadores que ganan en bolívares y por tanto no pueden siquiera oler la canasta básica. Entre estos últimos están Carolina y los suyos.
Fuentes consultadas para este informe indicaron que muy probablemente también esa economía se ha nutrido de recursos del narcotráfico que el llamado Cartel de los Soles no ha podido sacar del país o que repatrió por la persecución que ha sufrido en el extranjero.
Preparando el regreso
Sean cualquiera las razones, Fernando Palacios asume como una realidad que algo ha mejorado en Venezuela. Como muestra cita un video que le acaban de mandar, en el que se ve el centro comercial Sambil repleto de gente.
La idea es irse con su hermana Magdalena, que tiene 75 años y dejó su casa en un sector periférico de Caracas al pie de El Ávila, el cerro tutelar de Caracas. Ambos son antioqueños de nacimiento pero con el acento transformado por más de tres décadas en Venezuela, hasta que el torbellino de la escasez los trajo de nuevo, 3 años atrás.
Cifras oficiales indican que aparte de los 2,5 millones de venezolanos que caminan por las calles colombianas, hay 845.000 colombianos “venezolanizados” que también se devolvieron para su patria al desatarse la crisis del Socialismo del Siglo XXI.
Fernando sostiene que los venezolanos que siguen llegando a Colombia son los que no tienen un oficio con qué ganarse la vida como independientes, porque en su país natal no hay empresas que generen empleo, mientras que los que están retornando a Venezuela son los que consiguieron un “capitalito” y cuentan con un arte para ganarse la vida por cuenta propia.
Según Pereda, también están regresando empresarios que ven la oportunidad de llenar el vacío dejado por las empresas grandes que han cerrado.
En el caso de Fernando, ya su esposa y dos hijos se fueron como avanzada a reabrir el taller de pintura automotriz que habían abandonado en Los Teques, a media hora de la cuna de Simón Bolívar, justo en el momento en que con la pensión de Fernando no se compraba ni una pipeta de gas.
“El plan de quedarme no está tan claro, si las cosas no funcionan, de repente me devuelvo”, dice él, y en una postura igual está Magdalena.
El hijo de esta última, Diego, también nacido en Colombia pero con la mayoría de su vida en Venezuela, ve esa posibilidad con visos de certeza. “Puede que mi mamá venga dos o tres semanas, y tal vez vuelva una o dos veces al año aprovechando que abran la frontera, pero no creo que se quede, porque el país que dejó no es el mismo”, dice con un toque de crudo realismo. Y tiene razón, no solo porque muchos amigos han fallecido sino porque la empresa donde ella tenía un puesto de mando quedó reducida a su mínima expresión y su cargo desapareció; la vivienda en una parcelación y una casa en la playa fueron invadidas; las cuentas bancarias están vacías; la mesada pensional es un chiste, y de los cinco carros que llegó a tener solo queda el recuerdo. Solo posee la casa que actualmente habitan Diego, la pareja de este y dos gemelas de 11 años, nietas por tanto de Magdalena, y que serían el único aliciente para añorar lo que queda de su antigua vida en Venezuela.
De hecho —así no lo verbalice— si Diego nunca ha migrado es por el temor a separarse de las “chamas” como le tocó a él mismo cuando su madre lo dejó varios años al cuidado de la abuela Ana en el sur del Valle de Aburrá, en la década de 1970, para buscar mejores vientos del otro lado de la frontera.
Ronald Rodríguez, investigador y vocero del Observatorio de Venezuela, de la Universidad del Rosario, destaca como algo positivo que con la apertura de los puentes internacionales se podrán tener datos más confiables sobre la migración venezolana, pero concuerda en que no implicará necesariamente el declive del éxodo ni un aumento en la repatriación.
Vaticina que en los últimos meses del año las cifras de venezolanos que pasan a su país crecerán, pero sería algo temporal, ya que ellos tienen un profundo sentido de la familia y buscarán estar la Navidad con sus seres queridos.
Explica que todavía no han cambiado los fundamentales que ocasionan el éxodo, porque por ejemplo, si bien la economía ha mejorado marginalmente en los últimos meses y se espera un crecimiento de 10% en el consolidado anual, su tamaño sigue siendo apenas una décima parte de lo que era en 2010.
Según el experto, la diáspora venezolana no ha concluido aunque los destinos cambien. Incluso están usando rutas que ponen en mayor riesgo sus vidas, como las selvas del Darién para subir a Estados Unidos. Carolina y Jesús se dieron plazo hasta diciembre para esperar a que la suerte les cambia en su país —algo que se percibe improbable— o ver qué camino cogen en el año nuevo.