En los campos cafetaleros de Norte de Santander, los migrantes venezolanos aportan 40% de la mano de obra requerida. La mitad son mujeres que contribuyen con el incremento de la producción, según caficultores locales, pero su labor pasa desapercibida o es ignorada. También están expuestas a acoso sexual, extenuantes jornadas y bajos salarios que, en algunos casos, las hacen vulnerables a ser captadas por grupos criminales.
etsabé Domínguez* es parte del millón y medio de venezolanas que vive en Colombia, según migración. Oriunda del estado Zulia, con apenas 15 años cruzó la frontera y empezó a trabajar en los campos cafetaleros de Convección, San Calixto y El Tarra de Norte de Santander.
Llegó con su familia: papá, mamá y hermanos. Dice que en Venezuela no les alcanzaba el dinero para comer y cada día era más complicado arreglárselas para sobrevivir.
Ahora, Betsabé tiene 22 años y un largo camino recorrido en el oficio de la recolección de café en las fincas de este departamento colombiano. Recuerda las primeras jornadas, como “muy duras y difíciles”, jamás había trabajado más allá de los oficios del hogar.
Al principio las manos se le llenaron de ampollas y sufrió insolación, pero no paraba de recoger las cerezas del café que iba depositando en una canasta que amarraba a su cuerpo.
Botas de caña alta, sombrero y camisa manga larga, son parte de la indumentaria usada por la venezolana para protegerse de las inclemencias del tiempo durante la jornada laboral que se extiende hasta 12 horas diarias de lunes a viernes.
La paga es poca y las migrantes que llegan a esta zona fronteriza se ven obligadas a buscar otros ingresos para ayudar a la familia que dejaron en Venezuela. Estas carencias las convierten en blanco fácil del crimen organizado que las capta con fines ilícitos ofreciendo pagos únicos, comida y alojamiento, denuncia la International Crisis Group, en su informe Tiempos difíciles en el refugio: cómo proteger a los migrantes venezolanos en Colombia.
“Aquí hay muchas mujeres venezolanas de todas las edades. Desde jóvenes hasta señoras que están por los 50 años, pero no todas trabajan en cultivos de café. Algunas llegan a raspar la hoja de coca”, confirma Betsabe.
Un recolector de hoja de coca puede ganar entre 30.000 y 50.000 pesos colombianos ($7,5 y $12,5) por un día de trabajo, cita Crisis Group. El salario que recibe Betsabé por una jornada que, a veces, sobrepasa las 12 horas diarias, es de 20 mil pesos colombianos ($5), lo que apenas le alcanza para comprar un champú y un desodorante.
La brecha de género también afecta sus bajos salarios. Las mujeres reciben 26,5% menos ingresos que los hombres venezolanos de acuerdo con un estudio del Proyecto Migración Venezuela.
A las 6:00 a.m. la venezolana ya está en pie, se desayuna y se va a los cafetales a trabajar hasta el mediodía cuando tiene un receso de 20 minutos para la comida que “a veces es buena, pero otras veces solo plátanos con arroz”, y luego continúa hasta las 6:00 p.m.
El salario se lo pagan mensual o quincenal, pero ahora tiene más de un mes sin cobrar: “Con la escasez de plata que hay nos deben dos meses de trabajo”. El pago es único y sin ningún beneficio extra, solo la comida y el hospedaje en la finca, comenta.
Además de las intensas jornadas que cumple los cinco días de la semana, Betsabé ofrece servicios de limpieza en los restaurantes del pueblo más cercano para poder comprar otros artículos de higiene personal.
El director general de la Federación Nacional de Cafeteros de Colombia en Norte de Santander, Ricardo Mendoza, no atribuye el incremento de la producción de café a la mano de obra venezolana sino a una política sostenida desde la organización que dirige, “con programas locales de renovación y componentes técnicos que han contribuido a que la caficultura sea más productiva, competitiva y con un criterio técnico de altas densidades”.
En 2009, se producían 7.8 sacos por hectárea, y al cierre de 2021 se contabilizaron 17.8 sacos por hectárea, puntualiza.
Argumenta que los caficultores de Norte de Santander son pequeños, que el 98% tiene menos de cinco hectáreas y satisfacen la mayoría de sus actividades con familiares y vecinos.
Agrega que en el departamento no tienen cifras de migrantes trabajando en cafetales, porque se trata -según el representante gremial- de una población flotante (migración pendular) muy dinámica y que se emplea para labores puntuales como la recolección y la siembra.
En su opinión, la población venezolana tiene mayor presencia en otros departamentos colombianos como Antioquia, Caldas y Quindío “que tienen una estructura caficultora más extensa”.
Sin embargo, los caficultores locales de Norte de Santander sí reconocen el aporte venezolano. En un recorrido por el municipio Chinácota, el 31 de agosto de este año, lugar donde se concentran unas 400 fincas de café, productores consultados estimaron que los migrantes venezolanos aportan 40% de la mano de obra requerida y la mitad son mujeres.
«La presencia venezolana ha compensado, aquí es deficiente la mano de obra colombiana porque se dedican a otras labores. Su presencia nos ha ayudado a aumentar la producción porque nosotros estamos en un negocio en el que necesitamos esa mano de obra y ellos (los venezolanos) nos la han facilitado», reveló Gerson Fuentes, caficultor del municipio.
Si en una hectárea trabajan cuatro obreros, la mitad son mujeres, coincide José Morantes, otro productor: “En esta zona hay mucha población extranjera flotante, ellos ayudan en tiempos de cosecha. Ahí es donde se da en mayor proporción la contratación de extranjeros”, sostiene.
En Chinácota, el oficio del café no resulta atractivo para los locales que se dedican a ofrecer servicios turísticos.
Leonor Peña, escritora e investigadora colombo-venezolana, habla de la presencia de hasta 70% de mano de obra venezolana en cultivos de café de los municipios Ragonvalia, Chinácota, Pamplona y Villa del Rosario (cerca de la frontera venezolana). Según su estudio, 30% de estos trabajadores son mujeres que realizan la labor de recolección.
Por las noches, a las y los recolectores de café les toca dormir dentro de estructuras de zinc, sobre hamacas, cubriéndose con toldillos y cobijas improvisados. Hacinados.
En estos espacios que usan como dormitorios, el piso es de tierra y no hay baños. “Hay que ir al monte a hacer las necesidades. En esas fincas es muy raro que haya un baño para obreros”, dice Betsabé.
Audio: Betsabé cuenta las condiciones en las que duermen las migrantes en la finca cafetaleras
Las mujeres son vulnerables a abusos en estos entornos que no solo provienen de sus compañeros de trabajo, en ocasiones, el acoso lo ejercen los jefes.
“Hay patrones que se quieren propasar con uno y con las demás mujeres, los obreros también. Hay que pararles la caña porque si uno se deja, pierde el año”, afirma.
Recuerda el caso de una de sus compañeras de recolección que fue acosada por el patrón.
Audio: Los abusos y acoso sexual están a la orden del día, relata Betsabé Domínguez
Cuando se le pregunta a la joven sí ella ha sido acosada o ha recibido abusos por parte de hombres de su entorno guarda silencio y luego responde un tímido “no”. Pero dice que no está satisfecha con el oficio que hace, ella sueña con otro trabajo que le garantice “un cambio de vida”.
“El trabajo de nosotras no es fácil, es duro. Hay días que lo que provoca es llorar, pero ¿qué hace uno? Quisiera conseguir un trabajo mejor donde me pagarán más”, expresa.
Audio: Un cambio del vida, un mejor trabajo es demandado por la migrante venezolana
Llevar ropa holgada, el cabello recogido, una gorra y nada de maquillaje, además de mostrarse fuerte en el trato, “como un hombre”, era la coraza que usaba Yolimar Portillo para no ser abusada cuando trabajó como recolectora de café en la vereda “20 de Julio” del municipio El Zulia, en Norte de Santander.
Llegó del estado Carabobo, junto a su esposo y sus dos hijos. Con nostalgia aún recuerda que en Valencia dejó todo lo que había construido hasta entonces. Trabajaba en el mercado mayorista de Tocuyito vendiendo verduras.
El primer oficio que encontró fue como recolectora de café. La oportunidad de trabajar en los cafetales se dio por la carente mano de obra colombiana en el lugar.
“En la vereda 20 de Julio, las personas han sido desplazadas por la violencia y la generación de relevo es escasa. Por la necesidad con la que nosotros llegamos desde Venezuela nos tocó tomar esos espacios”, manifiesta.
En la finca donde pidió trabajo, no le exigieron estar regularizada, ni estar afiliada a un sistema de salud: “Ellos lo único que buscaban era que cumpliéramos con el trabajo que estaban necesitando, en ese momento era la recolección de café”.
“La mayoría de mujeres migrantes, que trabajan en los campos de Norte de Santander, incluyendo el área cafetera, no han regularizado su estatus migratorio, quedaron por fuera del Registro Único de Migrantes Venezolanos (RUMV) porque se pasaron del tiempo en que se dio para esto”, señala la representante legal y directora de la ONG, Ángeles Unidos, Andrea Serrano.
Un 40% de las venezolanas que llegan a la ONG a solicitar ayuda están sin regularización y un 60% logró hacer la inscripción en el RUMV. De este último grupo, 20% está a la espera de recibir el Permiso por Protección Temporal (PPT), 10% presentó errores al registrar sus datos y 30% ya posee el documento.
Al final de cada semana, Yolimar Portillo recibía el salario ($2.5 o $3.7) por los servicios prestados, pero el pago no era igual al que recibía su par colombiano. La diferencia era el doble de lo que ella percibía.
Según el instituto estatal de estadística (DANE), 24% de los refugiados y migrantes venezolanos en Colombia están desempleados. Para aquellos que desempeñan un oficio, las condiciones suelen ser injustas. Alrededor de 41% de los venezolanos en Colombia trabajan más de 48 horas a la semana, por encima del límite legal y a menudo ganan mucho menos dinero, según Crisis Group.
Yolimar recuerda que las mujeres tenían que sobresalir en las haciendas, trabajando horas extra y ocupándose de los oficios de la casa, para no ser maltratadas.
El rudimentario hospedaje que les ofrecen a las recolectoras de café no es privado, conviven hombres, mujeres y niños en un mismo espacio. A Yolimar en varias ocasiones le tocó hacerse la ciega, la sorda y también la muda para no responder a las insinuaciones o comentarios que hacían los hombres hacia las mujeres.
En un principio existió maltrato, pero cuando los patrones se dieron cuenta de la eficiencia y de las múltiples labores que hacían las migrantes venezolanas, el trato hacía ellas y el ambiente laboral cambió.
“Empezaron a darse cuenta de que, si nos íbamos, no contaban con mano de obra. No había colombiano que hiciera el trabajo que estaba haciendo el migrante venezolano”.
Yolimar Portillo laboró por dos años en el oficio de recoger café, ahora se dedica a otras actividades como defender los derechos de las mujeres migrantes venezolanas que llegan a Colombia, a través de la ONG “Banderas Unidas” que fundó junto a dos amigas venezolanas en la ciudad colombiana de Cúcuta, en la comuna nueve del barrio San Miguel.
“A raíz de todas las irregularidades, y la violación de los derechos a los migrantes, nos tomamos la tarea de organizarnos y hemos conformados un grupo de 100 mujeres, entre migrantes venezolanas y colombianas retornadas. Tres de ellas vienen de campos cafeteros”, afirma.
Yolimar y sus compañeras recolectoras, ahora enseñan a partir de sus experiencias a no normalizar la violencia ni la violación a los derechos humanos. Orientan a otras mujeres migrantes sobre la existencia de organismos e instituciones a donde acudir para denunciar y así hacer valer los derechos sin importar la nacionalidad que se tenga.