Madrid, 24 de enero.- El regreso de Michelle Bachelet a la presidencia de Chile es un acontecimiento muy prometedor para Sudamérica y toda Latinoamérica. Las extraordinarias cualidades humanas y el talento político que mostró durante su primer mandato en la presidencia, de 2006 a 2010, y más tarde como directora de la Organización de Naciones Unidas para la igualdad de género (ONU Mujeres), le han granjeado merecidos elogios nacionales e internacionales. Su manera de dirigir —al mismo tiempo firme e integradora— y su compromiso de promover la libertad y la justicia social han convertido a Bachelet en un modelo importante en nuestro continente.
Su aplastante victoria a principios de diciembre deja claro que el pueblo chileno, como otros pueblos de la región, desea un auténtico desarrollo: progreso social y económico, más riqueza y una distribución de la riqueza más equitativa, modernización tecnológica, menos desigualdades y derechos universales. Además, su triunfo demuestra que los chilenos están deseosos de tener una democracia que sea cada vez más participativa.
Su elección representa también un impulso indudable al proceso de integración en Latinoamérica; Bachelet siempre ha prestado su apoyo más entusiasta a las iniciativas de desarrollo común y unidad política en la región. Baste recordar su decisiva aportación al establecimiento y la consolidación de la Unión de Naciones Sudamericanas, organismo que fue la primera en presidir, y a la creación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños. Nunca antes había habido tantos dirigentes latinoamericanos comprometidos con este proceso.
Coincidiendo con la segunda vuelta de las segundas elecciones, estuve en Chile para participar en un seminario internacional organizado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), CAF-banco de desarrollo de América Latina- y el Instituto Lula, cuyo contenido era precisamente un debate sobre las perspectivas de integración.
Durante dos días, 120 líderes políticos, sociales e intelectuales de los países de nuestra zona juzgamos la situación actual y propusimos una agenda concreta de desarrollo e integración regional.
Mantuvimos francas discusiones sobre el lugar de América Latina en la economía mundial, la arquitectura político-institucional de la integración, el papel de la política social, sobre todo en la batalla contra la pobreza, las cadenas supranacionales de producción industrial, las empresas translatinas, las relaciones fiscales, impositivas y energéticas, la cooperación financiera y los mecanismos de inversión, los derechos humanos y los derechos de los trabajadores, la protección de nuestro patrimonio medioambiental y nuestra diversidad cultural.
Hubo un amplio consenso sobre la necesidad de integración, que tiene un interés práctico para todos nuestros pueblos y países, independientemente de la ideología de los Gobiernos. En el mundo hay varias regiones en pleno proceso integrador, que están creando bloques políticos y económicos, y no tendría sentido que Latinoamérica y el Caribe no avanzaran también hacia la unión.
Nuestros países han vivido durante siglos dándose la espalda, y todos sabemos lo desastrosa que ha sido esa actitud por sus repercusiones de debilidad geopolítica y retraso socioeconómico. La integración no es, en absoluto, un movimiento contra los países más desarrollados e industrializados, con los que deseamos reforzar nuestras relaciones en todos los ámbitos. La integración es una forma de reafirmación de América Latina. Profundizar nuestro proceso integrador —en lo político, lo cultural, lo social y lo económico, así como en infraestructuras— es una vía lógica y natural para sacar el máximo partido a nuestra proximidad territorial y cultural y descubrir nuestras ventajas competitivas. Además de que, por supuesto, así tendremos más capacidad de garantizar nuestros derechos en el ámbito mundial.
Todo el mundo está de acuerdo en que, durante el último decenio, hemos progresado enormemente en materia de cooperación. Han aumentado la confianza y el diálogo real entre nuestros países, y gracias a ello hemos podido formar la Unión de Naciones Sudamericanas y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños. Nuestras relaciones económicas también se han extendido de forma considerable. El comercio, por ejemplo, creció a un ritmo notable. En 2002, según la Comisión Económica de Naciones Unidas para América Latina, el comercio intrarregional total en Sudamérica representó 33.000 millones de dólares (aproximadamente 24.000 millones de euros); en 2011, ascendió a 135.000 millones de dólares. Durante ese mismo periodo, el comercio total dentro de Latinoamérica pasó de 49.000 millones de dólares a 189.000 millones de dólares. Las oportunidades de crecimiento son enormes: representamos un mercado de casi 400 millones de personas y, hasta ahora, no hemos explorado más que una mínima parte de nuestra capacidad comercial.
Lo mismo sucede con las inversiones. Las empresas de la región están internacionalizándose e invirtiendo en sus vecinos. En Brasil, hasta hace 10 años, había pocas inversiones industriales en Latinoamérica. Hoy existen cientos de plantas industriales financiadas por Brasil en más de 20 países. Y, por suerte, también se da el fenómeno inverso: cada vez son más las empresas argentinas, mexicanas, chilenas, colombianas y peruanas, entre otras, que producen en Brasil bienes para el mercado brasileño.
Aun así, es evidente que necesitamos avanzar mucho más. Debemos acelerar la integración para profundizarla y extenderla. Las perspectivas inmediatas, desde luego, no bastarán para cumplir esta labor. He subrayado que necesitamos un pensamiento que sea verdaderamente estratégico, que afronte los retos de la integración y las grandes perspectivas de futuro mediante la propuesta de ideas valientes e innovadoras. Debemos llegar más allá de los Gobiernos, aunque estos sean esenciales. La integración es un objetivo maravilloso que solo conseguiremos si comprometemos a la sociedad civil de toda nuestra región —los sindicatos, las empresas, las universidades, la Iglesia y los jóvenes— con el proceso.
Es fundamental que obtengamos el respaldo público para este proceso. Debemos hacer comprender a todo el mundo cuánto podemos ganar en bienestar económico, soberanía política, igualdad social y progreso cultural y científico si unimos nuestros destinos.